Oficios olvidados: cuatro trabajadores apasionados y en peligro de extinción

Antonio, Walter, Pedro y Rolando mantienen viva la esencia de algunas profesiones que la tecnología se llevó por delante. Con fuerza y perseverancia son el bastión de algo que todavía puede ser. El siglo XXI,…

domingo 11/12/2022 - 10:28
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Antonio, Walter, Pedro y Rolando mantienen viva la esencia de algunas profesiones que la tecnología se llevó por delante. Con fuerza y perseverancia son el bastión de algo que todavía puede ser.

El siglo XXI, la globalización y los avances tecnológicos arrasaron con muchos de los oficios que en otra época eran furor. Así como las plataformas de streaming reemplazaron a los videoclub y las notebooks al mecanógrafo, hay algunos oficios que todavía sobreviven. Aunque están en peligro de extinción.

Las historias de Antonio, Walter, Pedro y Rolando hablan más de la pasión por lo que hacen que de ellos mismos. Su trabajo, su oficio, habla por ellos. Todos llevan varias décadas haciendo de lo que aman, aunque saben que el paso del tiempo les juega en contra y la economía no los favorece.

Un relojero, un sombrero, un filatelista y un afilador de cuchillos le cuentan a TN cómo hicieron para sostener su trabajo durante tantos años y como luchan contra las nuevas generaciones.

Sombrerero: quedan 12 en el país y es el único de su provincia

Rolando José Carreón lleva una vida detrás de los hilos, el cuero y los moldes. Su relación con los sombreros va incluso más allá de los 66 años que tiene y lleva detrás una cuestión hereditaria. Su padre, hijo de españoles, aprendió el oficio de la sombrerería en Mendoza, hace 90 años. Un consejo de un amigo lo llevó a Don Carreón a abrir su primer taller en San Juan, el 30 de abril de 1935.

Con apenas una década de vida, el pequeño Rolando se adentró en los pasillos de la sombrerería y no pudo salir más. “Trabajo desde que tengo 12 años. Aprendí el oficio sentado en la máquina cosiendo con mi mamá. En 1990 me dediqué exclusivamente a fabricar sombreros”, contó.

Los años le fueron dando mañas y reconocimiento en la provincia cuyana, hasta que su empresa se convirtió en una eminencia. Para él, su trabajo en un sombrero es igual al de cualquier sombrero de otra parte del mundo. Así, lo explica: “Los sombreros se hacen de una sola manera: a mano, sobre moldes de madera, vapor y plancha. Esto es así, acá y en cualquier parte del mundo”.

Su trabajo requiere de gran paciencia, y ese es uno de los motivos por los que cayeron las ventas. “Un sombrero tiene entre 34 y 46 horas de trabajo y, depende el sombrero, los tiempos de secado son de entre 4 y 7 días”, explicó Rolando.

Por sus manos pasaron los sombreros del músico Jorge Cafrune, así como también recibió pedidos de políticos. Carreón hizo trabajos para el actual gobernador de San Juan, Sergio Uñac, y para el exjefe provincial, José Luis Gioja. “A mi taller vino gente que tuvo trascendencia a nivel nacional e internacional”, explicó.

Si bien Carreón contó que es conocido en la sombrerería más grande de España, cree que podría haber triunfado más si hubiese desarrollado su oficio en otras capitales: “Nací en San Juan, tengo el negocio acá y soy de acá, pero si mi vida hubiese estado en Buenos Aires, Francia o Inglaterra hubiese sido más reconocido”.

Pero el auge de los sombreros se apagó y hoy Rolando trata de que el taller sobreviva. El paso de la moda, el cambio de paradigma sobre los sombreros y las crisis económicas dejaron a “Sombrerería Carreón” contra las cuerdas. Paso de vender sombreros, gorros y boinas, a apenas arreglarlos.

“La gente tiene la intención, pero no el dinero. Tengo trabajo para un mes o un año más, pero la situación es crítica”, dijo.

La estresante situación dejó en jaque al oficio, y si bien él tiene contacto con sombreros de todo el mundo, contó que solamente quedan 12 en la Argentina.

Relojero: se sostiene entre agujas y engranajes

Pedro Narduzzi está enamorado de las agujas del reloj desde los 10 años. En aquella época su mamá lo mandaba a una peluquería del barrio porteño de Almagro a charlar con Don Ramiro, un hombre grande que, dentro del negocio, tenía una cabina de vidrio donde reparaba relojes. Ahí fue el flechazo.

No hay que negar que el colegio industrial San Carlos lo ayudó a fortalecer esa relación amorosa. Las cuatro horas de taller por día fueron importantes, pero más lo fue un curso de ayuda a personas mayores. Ahí conoció a Don Toretti, un hombre tan riguroso como sabio, que mantenía el reloj de una gran iglesia. “Cuando vi el reloj me volví loco y me compré todos los libros de relojería”, contó Pedro.

Por sus manos pasó uno de los relojes más pequeños del mundo -pesaba apenas un gramo- y el último reloj que reparó es el de una iglesia de Mercedes que pesa 500 kilos. Con 81 años, dedicó la mitad de su vida a la relojería. Empezó con un pequeño taller en Ramos Mejía y trabajó para las fábricas de relojes más importantes del mundo (Omega y Rolex).

Fanático de los relojes grandes, formó parte de la Academia de Relojeros -un grupo de 12 aficionados a la relojería entre los que se encuentra el fiscal Carlos Stornelli- hasta que la pandemia los frenó. “La academia fue una linda experiencia porque transmitía a gente joven mi conocimiento”.

Narduzzi ve a los relojes como “obras de arte de la mecánica que funcionan solos” y los señala como “una escultura en movimiento”. “La relojería es un oficio maravilloso. Yo lo tomo como un hijo, lo agarré y no lo solté más”, agregó.

No solo los arregla sino que también, en algunas oportunidades, los fabricó: “Hice uno en Tandil que fue una linda experiencia. Era un reloj que estaba desguazado e hicimos uno electromecánico”.

Hoy, más tranquilo, se dedica solamente a relojes antiguos, de péndulos. “Tengo clientes que no me quieren dejar porque hace años que le mantengo su reloj, pero lo hago más tranquilo. También le hago piezas a colegas o engranajes porque tengo todas las máquinas para fábricas lo que necesito”, contó.

Pedro sabe que es un oficio que está en peligro de extinción. No porque el reloj no sirva más, sino porque los relojes mecánicos han sido reemplazados por los electrónicos. Él lo toma con tranquilidad, pero varios de sus colegas lo sufren: “Todos están viviendo con el cambio de pilas. La gente no tiene tiempo para mandar a arreglar su reloj”.

“Lo veo como algo normal que el oficio vaya desapareciendo. No estoy tan desanimado porque algunos chicos jóvenes me consultan y tienen un entusiasmo terrible. Hay tres chicos que están en una empresa importante y a uno lo mandaron a Suiza para capacitarse”, contó.

Si bien sabe que la electrónica llegó para reemplazar a la mecánica, no reniega de eso: “En la parte electrónica la superación fue tremenda, consiguieron precisiones que un reloj mecánico es muy dificil que lo dé. Pero el encanto que tiene un reloj mecánico no lo tiene el electrónico”.

Afilador de cuchillos: el oficio del boca a boca

La historia de Antonio Ferreira habla de resiliencia. El oriundo de la provincia de Buenos Aires se las rebuscó toda la vida para sobrevivir. Trabajó en la calle, vendió patys en los recitales, gaseosas en el tren y en verano iba a ganarse el pan a la costa argentina. La calle lo apadrinó y en ella encontró un oficio que hoy está casi desaparecido: afilar cuchillos.

Se dedicó durante 17 años a afilar cuchillos para alimentar a sus hijos. Desde su Merlo natal viajó por todas las líneas de tren para trabajar del oficio que siempre amó. Iba casa por casa con el típico silbato de los afiladores, preguntándole a la gente si podía arreglarle alguna herramienta. “Cuchillas, tijeras, palas, machetes, afilo lo que sea”, le contó a TN.

Ni siquiera un trágico accidente que lo dejó sin una pierna lo frenó. Con clavos en la otra rodilla, al año estaba trabajando nuevamente para mantener a sus seis hijos. Recomendado por su suegro, este año se mudó a Mendoza y ahí todo parece tener otro color.

En Alvear su casa nueva cuenta con habitaciones para todos los chicos y pudo comprarse la bicicleta afiladora. “La uso como mi pierna. Siempre estoy arriba de ella. Golpeo en las casas. La gente de Alvear me para y me llama constantemente”, señaló.

Con un poco de dinero, con cosas que le fue prestando la gente del barrio y hace más de dos meses que volvió al oficio de sus amores. El nacido en Merlo contó cómo es su rutina actualmente: “Desayunamos todos juntos y a las 10.00 salgo casa por casa ofreciendo afilar cuchillas, tijeras, pala, machete, y demás. Algunos pueden y otros no. Les cobro 400 por cada trabajo y sino tres herramientas por mil pesos. Algunos me dan tres o cuatro”.

“Esto me levantó la autoestima 100%. Volví a estar en la calle, a hacer lo que me gusta y volver a bicicletear. Estoy contento, hago un montón de cosas. Hay cosas que no puedo, pero no me voy a quedar acostado. Yo no quiero limosna, quiero trabajar. Yo no estoy pidiendo, estoy trabajando”, explicó.

Filatelista: un oficio de colección

Walter Martín lleva 40 años coleccionando estampillas y más de 20 trabajando exclusivamente como filatelista. Desde los 9 años que se relacionó con la filatelia, ya que en su colegio lo tenía como una materia extraprogramática. Primero fueron cartas, luego alguna que otra estampilla, y de repente se encontró a los 16 años intercambiando colecciones en el Parque Rivadavia.

“A los 17 me hice coleccionista. Me compré libros, estudié y fui a charlas filatélicas para aprender. Me capacité”, contó Walter, que asegura que la filatelia le enseñó a aprender sobre la cultura de los distintos países del mundo, las capitales y las monedas.

Pocos años después su criterio filatélico fue mutando y se adentró en el mundo de las estampillas argentinas. Así es como tiene sellos argentinos de 1930 o 1940. Su catálogo cerró en 1998 y reveló que no lo abre desde hace más de tres años. “Las estampillas de la actualidad son simples figuritas, las otras conllevan otra historia”, explicó.

Para fines de los años 90 comenzó su relación laboral con la filatelia. “Tenía amigos filatelistas que me insistía en que había buenos remates en el exterior. Así es como empecé a comprar y acumular, hasta que empecé a vender. Me metí en Facebook y me hice una clientela. Hace más de 10 años que vivo de las estampillas”.

La mayoría de sus clientes son del exterior y tienen pedidos muy puntuales. Alemania, España, Francia, Inglaterra, Italia y Estados Unidos son algunos de los países en los que comercia.

“El 90% de mis ingresos son por la filatelia, tengo clientes fijos que todos los meses me piden mercadería”, contó.

Walter destacó la tecnología, que le permitió “acceder a todos los catálogos del mundo”, y aseguró que la extinción de su oficio tiene que ver con un desinterés cultural y las crisis económicas. “Hace 10 O 15 años quedó de lado la filatelia, no se ve en gente joven”, señaló.

“En mi juventud me pasé domingos enteros en el parque Rivadavia yendo a cambiar estampillas debajo del ombú. Ahora hay tres puestitos, no hay nadie más en el ombú. Hoy le muestro a los chicos la filatelia y me piden la tablet”, dijo.

Así y todo, algunos bastiones sobreviven: “Somos varios los que vivimos de esto. Hay cuatro o cinco que publican todos los santos días estampillas. Con la filatelia se puede aprender mucho y también se puede vivir de esto”, cerró.


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