Le pagaba por sexo a la mujer que amaba para verse a escondidas

Fabián y Angela se conocieron en el barrio y la atracción fue inmediata. A los pocos meses vivían juntos. El alcoholismo de él los separó, pero la pasión no había terminado. Cuando se reencontraron, ella…

domingo 20/02/2022 - 10:33
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Fabián y Angela se conocieron en el barrio y la atracción fue inmediata. A los pocos meses vivían juntos. El alcoholismo de él los separó, pero la pasión no había terminado. Cuando se reencontraron, ella estaba casada y no pudo evitar volver a enamorarse. Pero necesitaban una coartada para verse sin que el marido de ella sospechara.

Fabián y Angela se conocieron en el barrio, y la atracción fue inmediata. A los pocos meses, estaban viviendo juntos. La economía siempre fue apretada: él era herrero, ella limpiaba casas. Pero tenían lo más importante; se amaban por encima de lo que pudiera faltarles, según publicó Infobae.

Al principio, fue magia. Fabián tomaba el tren temprano para ir a hacer sus changas, y Angela lo esperaba a la noche con la comida caliente y las ganas de siempre. No tenían hijos, pero los imaginaban. En el tiempo libre, arreglaban la casita, iban a bailar, o hablaban durante horas mientras tomaban mate y él hacía como que arreglaba la vieja moto Zanella que un cliente le había dado en parte de pago por un trabajo. Siempre se le volvía a romper algo, y eso les causaba gracia. Era una vida feliz y simple.

Una noche, Fabián volvía de una obra en colectivo, y al bajar en Constitución para tomar el tren, se encontró con un viejo amigo que lo invitó a un bar de la zona. Se pidieron un vino, después otro; terminaron siendo tres botellas. Se le hizo tan tarde que tuvo que esperar al tren de las cuatro y media de la madrugada. Su amigo se había ido. Comenzó a dar vueltas, nunca había estado a esa hora en los alrededores de la estación y la vista de ese maremágnum de prostíbulos, bailantas, locales de juego y peleas callejeras, terminó de embriagarlo. Tentado, hizo tiempo en un telo con una chica que le ofreció sexo en la calle. Llegó a su casa a las seis de la mañana. Angela estaba enojada, pero lo perdonó. Fue sólo la primera vez.

Después la tentación se convirtió en rutina. Cada vez que el colectivo llegaba a Constitución, Fabián estiraba la parada. Ya no necesitaba compañía, había descubierto un boliche a pocas cuadras en donde el vino era barato y se dejaba, “y las mujeres, también”, dice. Le da asco pensar ahora en que Angela tuviera que verlo a la mañana, oliendo a alcohol, drogas y el sexo de otra, “justo ella, toda perfecta, hermosa, perfumada”. Pero, por entonces, no podía evitarlo. Tampoco había otro camino, y la moto estaba rota. La costumbre se hizo vicio. Para cuando quiso acordarse, tomaba también en el trabajo y en su casa, a escondidas. Era alcohólico.

“Yo estaba enamorada –dice Angela–. Quería que cambiara, o que volviera a ser el mismo de antes, el que había conocido. El hombre bueno y trabajador que quería tener una familia conmigo. El tipo al que no le importaba que costara llegar a fin de mes porque estábamos juntos”. Pero llegar a fin de mes cuando la mitad del sueldo de él se iba en vino o cerveza –y también en prostitutas–, se hizo cada vez más difícil. Fabián también la quería, pero estaba atrapado en su propia espiral destructiva. Intentaba limpiarse, pero no podía. Así que comenzó a mentirle cada vez más.

“Me decía que se gastaba la plata en repuestos para la moto, pero yo sabía de verlo nomás que se le había ido en vino”, cuenta Angela. Una mañana, él llegó tambaleándose. Discutieron fuerte. Hubo gritos, sacudones. Ella le pegó una cachetada “para ver si se despabilaba”, y en el instante en que vio su propia mano avanzar en el aire en una trayectoria ya incontrolable, supo que tenía que decir “Basta”. “Yo no quería esa vida para él ni para mí. No podía vivir con él para verlo destruirse. Me daba impotencia, bronca, todo. No quería volver a pegarle. Él nunca se puso violento conmigo, pero yo sabía que era el paso siguiente. Y no quería eso para ninguno de los dos, no quería eso para nuestro amor”, dice, y se emociona.

Fabián no se quería ir, y tampoco tenía a dónde. Así que una noche en la que él no apareció, Angela juntó todas sus cosas, y se fue a la casa de la madre. Volver y no encontrarla, para Fabián fue una señal de que había llegado a un punto de no retorno en su adicción. Pero, en vez de tratarla, se sumió en una depresión todavía más grande. Para ella era un dolor tremendo saber que estaba tan mal, pero lo había decidido: no podía hundirse con él.

Con los años, Angela permaneció en el recuerdo de Fabián como esa mujer perfecta y perfumada a la que había dejado ir. No podía olvidarla, la seguía queriendo. Ella hizo su vida; tampoco lo olvidó, pero salió adelante. Se casó con otro hombre, tuvo una hija, Lara, y siguió trabajando por horas, aunque cada vez menos.

Para poder visitarlo en su casa, ella le decía al marido que estaba limpiando las de otros. Pero el engaño tenía un punto flojo: si trabajaba tanto, ¿por qué no volvía con plata? Angela le planteó entonces a Fabián el problema, ya no podían seguir viéndose. “Y entonces se me ocurrió una idea –recuerda él–: ‘Yo te doy lo que corresponda a las horas que te quedes’, le dije”. Enseguida se dieron cuenta de lo que implicaba, “Era como si me pagara por sexo”, dice ella.

Pero la idea no sólo era buena: los excitaba. En vez de pagarle a las desconocidas que levantaba en Constitución, ahora le pagaba a Angela. “Ese giro de ser su puta me encantaba. Ya no tenía que competir con nadie, ahora Fabi valoraba en serio estar conmigo. Incluso estaba dispuesto a pagar para hacerlo”, reflexiona ella con algo de pudor.

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