Después de la viudez y una desilusión, el amor llegó justo antes que su salud encendiera todas las alarmas

En siete años, Sonia enviudó, quedó sola con sus tres hijos, perdió su empleo y fue traicionada por el hombre al que amaba. Pasó un año entero sin salir con nadie y decidió que era…

domingo 25/12/2022 - 9:33
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En siete años, Sonia enviudó, quedó sola con sus tres hijos, perdió su empleo y fue traicionada por el hombre al que amaba. Pasó un año entero sin salir con nadie y decidió que era lo mejor: seguir sola. No contaba con volver a enamorarse. En ese momento, un análisis por una mamografía que había salido mal puso su vida en vilo

A la historia de Sonia la conozco bien porque la seguí de cerca. Por eso sé que es un gran cuento de Navidad. No me lo dice ahora, pero también sé cuánto la marcó el accidente en que murieron sus padres cuando ella tenía sólo 25 años. La mayor de tres hermanos, se transformó de pronto en una mujer todavía más brillante y capaz de adaptarse a casi todo; la mejor de la clase y en el trabajo, consciente de que la fatalidad puede estar a la vuelta de la esquina y, a la vez, luchando en cada gesto para detenerla.

Me acuerdo de la tarde en que me llamó para contarme que el padre de sus hijos estaba enfermo. Se habían separado hacía tiempo, pero eligieron seguir siendo familia. Compartían la casa y a los chicos y había entre ellos una complicidad inagotable aunque muchas otras cosas se hubieran roto. Sonia tenía otro novio con cama afuera, y suponía que él también estaba con alguien, pero nunca hablaban del tema. Hacía cinco años que no dormían juntos cuando ella se mudó a su cuarto y a su cama para cuidarlo.

Hasta el último minuto acompañó su agonía, consciente de que la fatalidad iba a desacomodar otra vez las piezas de la vida que tanto se había empeñado en ordenar. Ella había entendido bien que no hay remedio contra la muerte de los que queremos y ahora le tocaba que lo aprendieran sus hijos. “Yo pensaba que no iba a pasar nunca por un dolor más grande que la muerte de mis viejos, hasta que ví que mis chicos también iban a ser huérfanos”, me dijo una tarde, en pleno duelo.

Con 46 años, se encontró viuda y madre de tres preadolescentes, como si el destino jugara siempre a probar su resiliencia. A veces pienso que esa palabra se inventó para ella. En el fondo, sabía que podía sola –dice ahora a Infobae–, pero entonces se refugió en su novio. Dante era un tipo bueno y de gustos simples que mantuvo la cama afuera, pero se hizo parte del paisaje de su casa y de su nueva vida. Los chicos lo quisieron enseguida, aunque lo que en realidad querían era ver a su mamá contenta.

Ella se las arregló para armarles su propio Disney en el living, empecinada en que fueran felices, en que no sufrieran, en compensar la ausencia. Lloraba a escondidas cuando se descubría extrañando al que había sido su marido y encendía en secreto su viejo teléfono para revisarle los chats de Whatsapp, enfurecida y en busca de novias y amantes que, según su acuerdo, habría tenido derecho a tener. “A lo que no tenía derecho era a morirse”, dice.

Cuando las cosas parecían encaminarse, Sonia –una workaholic de manual que se había volcado todavía más al trabajo después de enviudar– supo que su contrato tenía los días contados. A un año y medio de perder al padre de sus hijos, la seguridad se le escapó de nuevo. “Ahora también estaba desempleada. Viuda y desempleada”, dice. No tuvo mucho tiempo de reaccionar. De repente, la pandemia paralizó el mundo y ella se reconoció vulnerable. Decidió tomarse un tiempo con Dante. Necesitaba llorar tranquila por sus padres, por su marido, por su historia y la de sus hijos. Ya habría tiempo para volver a montar Disney en el living, necesitaba dejarse caer en serio para poder levantarse.

Fueron meses raros hasta el reencuentro con Dante, pero el final del aislamiento aceleró las ganas. Sonia estaba lista como nunca antes para darle un lugar en su vida y en su familia. Por primera vez, tuvieron proyectos en común. El sexo siempre había sido bueno, pero ahora eran otra cosa, ahora eran –por fin– una pareja.

En lo cotidiano, sin embargo, Sonia descubría actitudes que antes, en la necesidad y en la distancia, había enmascarado. Dante tenía arranques de celos injustificados. La acusaba de tener un amante en Chile, donde ella tenía familia y amigos y solía viajar de visita. Sonia intentó mirar para otro lado, pero una noche la verdad le explotó frente a los ojos. “Estábamos relajados, escuchando música y tomando un vino, y veo que le llega una notificación al celular. No había manera de no verla porque el teléfono estaba sobre la mesa –cuenta–. Era una mujer que le escribía desde una aplicación de citas”.

Dante le juró y perjuró que sólo había usado la app en el tiempo en que estuvieron separados, pero Sonia no quiso escuchar razones: “De lo que me dí cuenta fue que en realidad nunca había estado para acompañarme en serio, ni cuando murió el padre de los chicos, ni cuando perdí mi trabajo, ni en ningún momento. Siempre había sido una presencia cómoda, alguien que no estaba dispuesto a ceder nada de su confort por mí ni menos por mi familia. Yo no podía seguir proyectando sobre una fantasía y Dante era eso, humo”.

Entonces la desilusión fue total. Absoluta. Todo ese tiempo había estado sola con sus hijos, pero recién ahora podía verlo, como al mensaje de esa desconocida en el teléfono de Dante. Todo ese tiempo él le había hecho escenas por sus supuestos amantes chilenos y al final era él el que la engañaba. Sonia tomó una decisión igual de rotunda: basta de hombres en su vida. Al final, había podido sola y no estaba tan mal.

Otra vez se volcó al trabajo: creó su propia empresa con sede a ambos lados de la cordillera y volvió a estudiar. También se enfocó en los chicos, que crecían rápido. Sin darse cuenta, así pasó un año. Un año en el que no besó a nadie más que a Santiago, su novio de la adolescencia. Santiago la conocía desde chica y no necesitaba explicarle nada, era un lugar tan seguro como improbable. Lo quería, pero no le interesaba más que para recuperar el contacto de otra piel. Con él todo era confianza y cariño, así que no le importó contarle que en ese año su cuerpo había cambiado. “La menopausia me llegó justo en medio de todos esos traumas. Y cuando quise volver a tener relaciones, fue como si hubiera vuelto a ser virgen”, cuenta. No tuvo ganas de hacer el esfuerzo, así que dejó de verlo.

Hasta que en un viaje de negocios a Chile, una amiga le hizo lo que ella llama “una emboscada”: “Yo no estaba para salir con nadie, pero Jimena me invitó al teatro y me dijo que iban sólo parejas. Estaba a salvo, no había ningún hombre suelto”, dice. Todo calculado, salvo que, cuando estaban llegando, uno avisó que se había peleado con la novia y otro que se le había hecho tarde, y cambiaron el teatro por ir a comer a la casa de un tercero que no estaba en los planes.

El dueño de casa se llamaba Marcos y sin saber cómo ni cuándo, Sonia terminó bailando con él toda la noche. Era un abogado amigo de su amiga y tenía el corazón roto igual que Sonia, pero se le curó en cuanto la vio. Estaba deslumbrado por esa argentina guapa y lúcida que parecía poder con todo.

Los tres días que siguieron no salieron de su departamento. Pero en la cama las cosas no fluían tanto: otra vez Sonia sentía que había vuelto a ser virgen y el sexo le dolía aunque la pasara bien, y después ya ni eso. Marcos fue comprensivo y amoroso. “Hasta bajó a la farmacia a comprar algo para que me sintiera mejor, pero cuando les explicó en voz baja a las farmacéuticas lo que necesitaba, creyeron que me había forzado y casi lo linchan ahí mismo”, dice Sonia entre risas.

En el aeropuerto de Santiago él la despidió con el abrazo más tierno y prometió volar a verla. Ella se sacudió el gusto a romance del cuerpo y subió al avión pensando que finalmente Dante tenía algo de razón, aunque a destiempo: “Ahora sí tengo un amante chileno”. Marcos, en cambio, se sintió su novio desde el principio. Al día siguiente de volver a su casa en Buenos Aires, Sonia recibió un enorme ramo de flores. Tuvo miedo. Fobia. ¿Qué hacía ese tipo recordándole que la quería? ¿No podía apagarse hasta nuevo aviso? Ella no pensaba enamorarse, enamorarse es peligroso y duele y a ella le había costado mucho –demasiado– ese equilibrio.

Y sin embargo, sacó turno con la ginecóloga para resolver el tema de su renovada virginidad. La escuchó recomendarle todo tipo de juguetes y lubricantes para que el cuerpo volviera a su lugar. Y mientras tomaba nota como una buena alumna escuchó también, pero como en sordina, que la médica le advertía que su última mamografía, que se había hecho hacía ya un año pero recién le mostraba ahora, había dado mal, muy mal. Tenía que hacerse una punción urgente.

A Sonia se le pasó su vida entera y la de sus hijos por la cabeza en un segundo. Recuerdo también ese llamado: “Prometeme que, si es algo malo, los chicos van a estar en Disney”. Y quien también estaba ahí para escucharla y sostenerla al otro lado del teléfono y de la cordillera aunque ella se resistiera, fue Marcos, que armó “un Disney”, pero para ella.

Le mandó un pasaje para que volviera a visitarlo mientras esperaba el turno para la punción y se encerró otra vez con ella para quererla despacio, con toda la paciencia del mundo.

Ella volvió a Buenos Aires para someterse al estudio. La angustia y la incertidumbre eran tremendas, pero no estuvo nunca sola. Y para pasar la espera hasta el resultado, Marcos armó un viaje a la patagonia chilena. Esa vez, la buscó en el aeropuerto y manejó seis horas hasta un pueblo del Sur. Quiso parar en una farmacia a comprar Viagra, pero ella se lo impidió, así que los cuatro días de pasión descontrolada para matar el tiempo, fueron en cambio de risas y proyectos.

Estaban juntos y de la mano cuando ella abrió el mail con los resultados. “Benigno”, leyó Sonia en voz alta casi sin poder creerlo, tan acostumbrada a que la fatalidad lo cambie todo en medio minuto. “Benigno”, repitió Marcos y le dio un beso, y entonces estuvo claro para Sonia: “Había buscado refugio en los lugares equivocados y ahora que lo había encontrado sin buscarlo, tenía que abrazarlo”. Y eso fue lo que hizo. Lo abrazó muy fuerte.

Quizá es porque es Navidad o porque somos campeones del mundo, pero Sonia dice que entendió que la felicidad también puede estar a la vuelta de la esquina y que, cuando llega, no hay que hacer nada de nada para detenerla.

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