Cuando era joven se enamoró de su profesor y dos décadas más tarde del alumno de su exmarido

Andrea y Daniel se conocieron cuando él tomaba clases de clown con el marido de ella. La vida dió muchos giros y, luego de un reencuentro casual, se dieron cuenta que estaban hechos el uno…

domingo 27/11/2022 - 8:37
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Andrea y Daniel se conocieron cuando él tomaba clases de clown con el marido de ella. La vida dió muchos giros y, luego de un reencuentro casual, se dieron cuenta que estaban hechos el uno para el otro. Formaron una banda, y hoy recorren el mundo.

Las vueltas de la vida son mágicas y esta historia avala con creces esa premisa. “Con Andre nos conocemos hace más de 20 años pero en vidas muy distintas”, relata Daniel. “Cuando nos conocimos no pasó nada. Nos descubrimos como hombre y mujer muchos años después”, se sincera Andrea, publica Infobae.

Daniel Riaño nació el 22 de mayo de 1979 en Villa Pueyrredón. “Soy de Buenos Aires, nativo, y tengo el obelisco clavado en la cabeza”. Vivió muchos años en Villa Urquiza y estudió en el Avellaneda de Palermo, “gran colegio que me ha abierto la cabeza con todo”.

Siempre sintió que se iba a dedicar al arte y, a sus 20 años, no sólo lo percibía sino que estaba completamente seguro. Así fue que en 1999 dejó el hogar maternal para emprender su camino bohemio. “Me fui a vivir solo, con un amigo y con nueve personas más, en una casa en Boedo. Éramos todos actores, músicos; vivía con el baterista de la banda ‘Árbol’, hacíamos fiestas, estaba bueno. Yo me estaba dedicando al circo en esa época”. El dinero lo ganaba haciendo malabares en eventos y, como el negocio iba bastante bien, Daniel y “Tato” -su mejor amigo y conviviente- pensaron que sería buena idea hacer un curso de clown.

Por intermedio de sus compañeros de techo, los veinteañeros conocieron a Walter Velázquez -un reconocido profesor de clown del momento- y decidieron tomar clases con él. Velázquez tenía el taller de clown a diez cuadras de la casa de los chicos, “Íbamos en bici, no gastábamos plata, estábamos de fiesta, nos venía bárbaro”. Así, empezaron a tomar clases en la casa de Quintino Bocayuva y Pavón. Y también así, entró Andrea en escena… “Yo era la mujer de Walter Velázquez”, interviene ella.

La mujer del profesor
En ese momento Andrea estaba embarazada de su primer hijo Joaquín, “Dani era un alumno chico, nada que ver entre nosotros”, dice ella repasando que tenía 27 años, “¡Siete más que él, estaba en otra!”. Ambos vivían momentos muy distintos de sus vidas. “Él recién se despegaba de su casa materna y yo ya estaba casada, con un hijo en camino. Tenía buena onda con el grupo de mi marido porque las clases eran en casa, en una sala grande. De hecho, yo había hecho clown y teatro toda mi vida”.

Andrea Feiguin nació el 24 de enero de 1972 en Crespo, Entre Ríos. Vivió en ese pequeño pueblo hasta los 17 años, cuando se fue con su novio de la adolescencia a Israel y pasó tres años de mochilera por Europa. A su vuelta se instaló un año en Córdoba, hasta que se fue a vivir definitivamente a Buenos Aires. A los 22 empezó a estudiar teatro con Agustín Alezzo, “mi sueño”, con quien cursó cuatro años. Un día fue a un encuentro de artistas en un campo -una especie de retiro espiritual pero con todas técnicas aplicadas a la actuación- y se enamoró de su profesor: Walter.

A partir de sus 27 años, Andrea se dedicó de pleno a la maternidad. También trabajaba como secretaria en una empresa hasta que en 2005 nació Felipe, el segundo hijo que tuvieron con Walter. Dejó ese empleo y empezó de lleno a hacer prensa cultural.

La mujer del profesor y el alumno
Luego de los “años locos” de vivir en “la casa de los 11″, Daniel no los vió más ni a Walter ni a su mujer. Se fue de la casa; se fue de Boedo. “No nos vimos nunca más hasta el año 2015″, el período fuerte de Daniel con la música. “Después del circo tuve una etapa de muchas bandas, me dediqué a la música, y tuve millones de proyectos y millones de grupos. La última que tenía en el 2015 se llamaba ‘Desierto y agua’, un proyecto de rock con dos discos editados. Había sacado el álbum ‘La quimera del caracol’, y empecé a escribir por el Messenger de Facebook a todo el mundo para promocionarlo. Cuando la vi conectada a ella dije ‘Uy, Andrea Feiguin. ¡Aparte hace prensa, así que le mando el disco!’”, relata él, que le pasó un tema, ella lo escuchó y así surgió la charla después de unos 15 años sin intercambiar una sílaba.

-¿Seguís en la casa de Boedo? -quiso saber Daniel enseguida. -¡Por supuesto! -Me jodés que seguís viviendo ahí. Nunca más fui a esa casa. -¡Y vení! -propuso ella sin dudarlo. -Me encanta, para mí es muy importante volver a ese lugar. Yo fui feliz ahí. Representó un momento clave de mi vida. ¡Voy mañana! -Dale, puedo, de una -agendó Andrea.

Al otro día a las siete de la tarde Daniel cayó en la entrañable casa de Boedo, “La vi y estaba igual. Fue un flash volver a entrar ahí después de tantos años”, cuenta él recordando que estaba Joaquín, el hijo mayor de Andrea, “que la última vez que lo había visto tenía 5 años, era un nene, y ahora ya el loco era un señor”. El adolescente se fue y los “viejos amigos” se quedaron charlando largo y tendido.

“Lo que había quedado de aquél tiempo es mucho respeto, buena onda, a mí me caía bien Andrea. Además, yo tenía anclados muy buenos momentos en esa casa, de esas clases. Verla a ella era parte de esa mística, de descubrir el clown, un momento muy arriba mío; yo tenía 20 años”, recuerda él. “Ahí había empezado a hacer prensa. Y la primera obra que difundí fue ‘Pathos’, un ciclo de unipersonales donde actuaba Dani”, cuenta ella.

Hablaron “mil horas”, re conectaron, la pasaron muy bien y, cuando Daniel se estaba yendo, algo nuevo sucedió: “En ese momento, la empecé a mirar y me dije ‘Che, anda muy bien Andreita Feiguin, ¡mirá el lomo que tiene!’”. Mientras los dos caminaban por el largo pasillo del PH hacia la puerta de salida, por la mente de él seguían girando todo tipo de pensamientos controvertidos del tipo “no, no da, o sí que da, si no la veo hace un montón”. Hasta que en un punto el corredor se puso medio oscuro y vibró una tensión sexual en el ambiente.

“Cuando estábamos saliendo, me da un beso acá cerquita”, dice él señalándose la comisura izquierda del labio, “Y ahí dije, ‘¡Mirala!’. Entonces nos miramos ‘con cara’ y yo digo, ‘¿Sí? ¿Esto es lo que estoy flasheando?’”. “Soy una mujer soltera”, contestó Andrea, que hacía ya tres años estaba divorciada.

“Lo único que sabía es que nunca más iba a volver a convivir con un hombre. Creo que ahí fue como que nos redescubrimos porque yo tampoco lo invité con ninguna intención de nada, y los dos nos miramos como diciendo ‘Epa, qué onda esto’”, se ríen.

“Mirá que voy a volver, eh”, amenazó Daniel. “Volvé”, retrucó Andrea. Así, a los dos días se encontraron a tomar algo en un bar por la zona del Abasto, esta vez ya en un plan cita. “Era fuerte, acomodar la cabeza a otra situación que nada tenía que ver con lo que habíamos vivido en el pasado; era mucho para ese momento”, indica ella. “Fue divertido tener ese proceso de mirarla como mujer y que ella me mire como hombre, y decir ‘Mirá qué loco, está bueno’. Es decir, nunca lo habíamos pensado y de repente hay un potencial”, asiente él.

A partir de ahí empezaron a tener más salidas y a conocerse más. El primer año fue una relación abierta, “nos veíamos, había atracción, nos gustábamos pero cada uno estaba muy en su viaje de vida”, narra Andrea. “Él vivía con la premisa de ‘No me sacan de mi casa de soltero ni con una orden judicial’. Nunca había convivido con ninguna mujer. Y yo decía, ‘Con este ni loca, si hasta esta edad no convivió con nadie, ni tiene hijos, somos muy diferentes’; no quería meterme en esa”.

Pero la relación seguía avanzando. Un día fueron a la reserva natural de la UBA a buscar una caña porque Daniel le quería enseñar a Andrea a hacer un erke, un instrumento musical de viento originario de la Quebrada de Humahuaca. “Cuando hice sonar el erke me volví loca; fue amor a primera vista. Y dije, ‘Ah no, este señor tiene mucho para dar’”, cuenta ella que en ese mismo momento sintió que se enamoró tanto del erke como de Daniel. “El erke es un instrumento no industrial en extinción que cuando suena limpia la energía del lugar. Para mí era importante enseñarle a alguien a hacer un erke porque sentía que estaba aportando un poquito a esa transmisión; la única forma de hacerlo es usar las manos, no hay otra. Entonces, ir a buscar la caña fue un proceso de elección, había sol, disfrutamos, fue un encuentro de conexión entre nosotros”, reflexiona él.

“Ahí fue la primera vez que nos dimos cuenta de que podíamos compartir muchas cosas y que teníamos el mismo instinto de disfrutar de la vida. Creo que una de las grandes cosas que nos une es eso: todo tiene que ser disfrute y buscarle el lado positivo a todo para pasarla bien, que la vida es muy breve y el presente es hoy. Y todos los días buscamos cosas para disfrutar juntos, y al final del día decimos, ‘Che, la seguimos pasando re bien’”, confiesa ella.

En un futuro inmediato, la pareja presenta su tercer disco “Yuyo” en La Tangente (Honduras 5317), el 9 de diciembre. Y a largo plazo tienen planes de hacer gira con su dúo “Desierto y Agua” por Europa.

Todo se dio tan circular que hoy en el lugar exacto donde la historia empezó, hacen el amor: “En la habitación donde hoy dormimos y hacemos música es en la misma que él tomaba las clases de clown”, dice divertida ella. “Y, de hecho, donde está la cama, es donde estaba el escenario”, remata Daniel.

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