“Hay historias que te atraviesan más allá de lo profesional”, comienza contando un joven médico en uno de los tantos pasillos del Hospital Garrahan, hoy escenario no solo de lucha por la salud infantil, sino también por condiciones laborales dignas. Él recuerda una historia que aún hoy le da fuerza para seguir adelante, una historia que lo marcó en su primer año de residencia.
Se trataba de una paciente muy pequeña, con una miocarditis severa que la llevó a necesitar un trasplante de corazón. El procedimiento se logró, pero el destino quiso que en medio de la inmunosupresión —ese proceso inevitable para evitar el rechazo del nuevo órgano—, la niña contrajera COVID-19. A partir de allí, se sucedieron las complicaciones. Estuvo semanas en cuidados intermedios, luchando con una fuerza que sorprendía a todos.
“Yo era parte del equipo que la trataba y la acompañaba. Logró salir adelante”, dice el médico. Aún conserva un dibujo que ella le regaló en una hoja, y que todavía tiene pegado en la heladera, un gesto simple pero cargado de valor simbólico.
Tiempo después del alta, la pequeña viajó a la playa, su sueño desde hacía tiempo. Pero el corazón trasplantado no resistió. Falleció a causa de un infarto. “Es un recordatorio de por qué estoy acá. Por esa paciente, tengo que seguir dándolo todo por los niños”, cierra.
En el Garrahan no solo se curan cuerpos; también se forjan vínculos, se luchan batallas invisibles y se cosechan historias como estas, que merecen ser contadas. Porque detrás de cada guardia, cada operación y cada turno extenuante, hay profesionales que dejan mucho más que conocimiento técnico: dejan una parte del alma.
