José Antonio Spinelli tiene 53 años y siete hijos, le dicen Tony y vive a una cuadra de la Puerta 8, el asentamiento donde se vendió la droga adulterada que causó 24 muertes y más de 80 intoxicados. Estuvo 17 horas inconsciente en el Hospital Bocalandro. En el barrio ya lo daban por muerto.
Argentina le ganó 1 a 0 a Colombia por la fecha 16 de las Eliminatorias sudamericanas en el estadio Mario Alberto Kempes de la ciudad de Córdoba la noche del martes primero de febrero. El gol de Lautaro Martínez a los 29 minutos del primer tiempo le permitió al seleccionado nacional estirar su invicto a 29 partidos, según publica Infobae.
Esa misma noche, Roxana Maiolatesi y José Antonio Spinelli comieron pizza en familia y vieron el triunfo de Argentina en la televisión. Ella rogaba que él se acordara. El partido terminó. La comida y las cervezas también. Al umbral de la medianoche le siguió un tiempo de divague y sobremesa. Él estaba distraído, pensando en otras cosas. Tuvieron que estimular su memoria. Lo indujeron hasta que finalmente recordó.
“Feliz aniversario”, le dijo apurando las palabras. Ya era algo tarde para apelar al romanticismo. Roxana y Tony, así lo conocen a él, estiraban sus años de noviazgo minutos después de que finalizara el partido. “‘¿Cuánto cumplimos?’, le pregunté -cuenta ella-. Hizo la cuenta y me dijo: ‘treinta’”. Había acertado: habían iniciado la relación el segundo día del segundo mes de 1992, allá lejos, en una tarde por Saavedra. Cumplían treinta años juntos esa madrugada en un rincón noroeste del conurbano bonaerense. Él, despistado, demoró en recordarlo. Ella conservaba retazos poco pretenciosos de su aniversario idealizado: compartir dos cervezas más e irse a dormir abrazados.
Pero Tony le avisó que se iba a comprar algo -él dice que eran cigarrillos, ella supone que eran más cervezas-. Ella comprendió, valiéndose de tres décadas de convivencia, que su marido ya no volvería: enterró su expectativa y se fue a dormir sola. Repasa la cronología de los hechos: “Comimos pizza, vinieron Rocío, Thalia, vino mi compadre Roque. Estaba esperando que me dijera ‘feliz aniversario’. A la noche, tipo once y media, me dice ‘gorda, me voy a comprar una cerveza’. Porque me dice gorda a mí. Se fue y no volvió más. Yo sabía se iba a la casa de nuestras ahijadas, la Rocío y la Thalia. Dije ‘bah, este se fue para allá con el Braian’. Me fui y me acosté a dormir”.
Lo que pasó con Tony, pasó mientras Roxana dormía. Su versión de la transición de la noche del martes a la madrugada del miércoles -el preludio- empieza también con el 1 a 0 de Argentina: “Vimos el partido, comimos, mi yerno se fue con mi otra hija, la mayor, salí y tenía que meter el auto de mi yerno para arreglarlo. Agarré el auto y me fui a comprar cigarrillos. Me crucé con unos pibes y les vine a comprar para ellos: ‘Vos que vas para aquel lado porque nosotros no llegamos…’. Me dieron la plata, vine y tenía plata yo: fui y compré. Fue la peor cagada que me mandé, lo peor que pude haber hecho fue comprar para mí también”.
No la nombra nunca por su nombre. A la cocaína le dice “la porquería”. Está sentado en una silla de madera en el patio delantero de su casa de la localidad de Churruca, partido de Tres de Febrero, a metros de la avenida Eva Perón, a metros del camino del Buen Ayre, a metros de la entrada de la Puerta 8, uno de los 4.416 barrios vulnerables y asentamientos registrados en el listado de barrios populares de Argentina. La Puerta 8 es, además, esa búsqueda que Google completa con la palabra “droga”.
Tony luce una gorra negra, una remera verde y mugrienta de la Municipalidad de Vicente López, bermudas de jean, zapatillas sin medias, cordones de distinto color, las manos curtidas, las uñas sucias, la piel gruesa, la tez morena. Es un hombre de 53 años que camina como si cargara un peso invisible. Flaco y desgarbado, con los dedos gordos, petiso y de nariz prominente, habla desenvuelto sin conmoverse, sin histerias. Relata con detalle y vergüenza mientras dos de sus siete hijos, Andrea de 22 años y Elizabeth de 19, lo escuchan paradas y atentas. Son su custodia, sus granaderas.
Tony es el protagonista de la historia. Llega tarde porque Maxi, su jefe y amigo, lo retiene unos minutos en el taller mecánico de la esquina. “Mirá que adentro es un quilombo eh”, advierte antes de abrir una puerta que no tiene llave ni cerradura, que es de chapa y desprende un chillido por el roce contra el piso y la pared. No la abre, la empuja. El frente de su casa es también un portón de chapa: está pintado en un color naranja estridente. Adentro hay tantos perros y gatos como afuera. En total son cinco perros y nueve gatos (a veces diez, a veces ocho). Nadie sabe bien los nombres de todos. Están los históricos: Lola, Mía y Popi. Está Barbijo, un cachorro que apareció en plena pandemia. Está Papelito, que juega con el mísero recuerdo de una pelota de goma como si fuese una pelota completa desde que superó el moquillo el 25 de noviembre de 2020 y que, para Roxana, Maradona reencarnó en él. Y están, por todas partes, los gatos.
La bolsita le había costado 200 pesos. Compró una sola para él. “Es una gaseosa -reflexiona sobre su costo-. Pero la gaseosa no te hace pelota como esto”. “Por tan poca plata… -reflexiona sobre su accesibilidad-. Fueron 200 pesos que casi me cuestan la vida”. En el baño había elegido omitir lo que días después reparó: la procedencia y el aspecto. “El sabor era distinto y el color que tenía la porquería esa era raro también. No era lo normal. No era lo mismo. Tenía un color raro. No se sabe bien qué es lo que me pusieron. El efecto fue que me volteó en menos de dos minutos. Viste cuando vos agarrás un aerosol y le hacés así a una cucaracha: está un ratito y después… Así literal: estuve un ratito y pum, se me apagó la luz”.
